La iniciación es “sino el más importante, al menos el más rico y el más significativo de todos los ritos, tanto ello es así (es verdad) que lo individual y lo social, lo profano y lo sacro, lo real y lo imaginario se entremezclan íntimamente”. (L.V. Thomas – R. Luneau, La tierra africana y sus religiones, Larousse 1975, p.214) La iniciación de los jóvenes, en el momento de su pubertad social (que puede no coincidir exactamente con la pubertad psicológica) es una práctica inmemorial conocida más o menos por todas las sociedades tradicionales. Naturalmente no todas la practican de la misma manera: los modelos son tan diversos cuanto lo son las culturas. Por tanto, bajo esta variedad de formas, podemos reconocer una trama común que conlleva tres tiempos principales. a) el momento de la separación de su pueblo de los jóvenes a ser iniciados, especialmente del mundo de la “infancia”. b) un tiempo de “retiro” en el “bosque sacro”, fuera del pueblo (de manera más frecuente por algunos días, a veces más de un mes); c) un tiempo de reintegración al pueblo, en el que los nuevos iniciados “muertos” a su “niñez” regresan “regenerados” por su experiencia: helos aquí y en adelante miembros de manera completa de su “tribu”, “adultos” de alguna forma. El simbolismo que atraviesa toda la iniciación es el de la muerte/renacimiento. La iniciación es una prueba de nuevo nacimiento. Según A. T. Sanon (Enraizar el Evangelio. Iniciación africanas y pedagogía de la fe, Cerf 1982, 2º parte), este renacimiento se efectúa en un triple nivel: – a nivel de la comunidad del pueblo, en la medida en que lo que es inculcado a los iniciados es su tradición fundadora, y por lo tanto todo su sistema cultural; ella es como el vientre materno sin el cual ninguna iniciación sería posible. – a nivel del grupo de iniciados como grupo, en la medida en que el hecho de estar juntos es esencial para la iniciación. No son individuos uno al lado del otro los que son iniciados, sino más bien un “cuerpo comunitario” – a nivel de cada iniciado por último, en la medida en que es en su cuerpo mismo en el que cada uno siega lo que es transmitido por los jefes iniciadores en nombre de la comunidad. El cuerpo es el “terreno donde la palabra iniciación es sembrada a golpe de gestos, de actitudes, de ritmos y, si fuera necesario, de flagelaciones”. Es el lugar mismo donde se efectúa, en el (con) dolor, el parto de sí mismo a una nueva identidad. La iniciación, como vemos, no está en el orden de un saber intelectual. La tradición se transmite por una pedagogía “a vida misma”. Lo que uno aprende allí es llevado a cabo simbólicamente unos con otros. Es haciendo como uno aprende. Se aprende la solidaridad viviéndola intensamente en el “cuerpo a cuerpo” de iniciación; se aprende el respeto de los ancianos y de las tradiciones sometiéndose a los iniciadores: se aprende a venerar a los dioses y a tratar con ellos viviendo constantemente en su compañía, etc. El saber transmitido en la iniciación es un saber- hacer y un saber-vivir. Reside en un ajuste de sí mismo a los otros, a los ancestros, a los dioses, al mundo. Se aprende de esta manera a encontrar su lugar situando el resto en su lugar. Ser iniciado, es aprender la verdad, no en el sentido de exactitud intelectual, sino en el sentido de precisión práctica transmitida por sabiduría. El iniciado, es aquel que ha plasmado tanto en su ser-cuerpo los valores fundadores del grupo, que sabe en adelante situarse con precisión con respecto a los diversos elementos del universo, a los diferentes estatus y funciones que rigen la organización social de su tribu y de su clan, como con respecto a los “ancestros”, “espíritus” o dioses con los cuales ha aprendido a “negociar”. “Ser iniciado”, es verdaderamente, como escribe A.T. Sanon, “entrar en humanidad”. Como toda iniciación, la iniciación cristiana no puede ser eficaz sino en la medida en que ella es un proceso global. Esta “globalidad” debe comprenderse a dos niveles. – A nivel personal, primero: la iniciación se dirige no solamente al “cerebro”, sino también al “corazón”, a la “memoria” y al “cuerpo”. Naturalmente, en una sociedad “crítica” y “pluralista” como la nuestra no se puede prescindir, en este asunto, de la comprensión intelectual y de la verificación crítica. No es menos cierto que sería un error comprender la iniciación cristiana, aún hoy, como el fruto de un “trámite intelectual” por el que se hubiera por fin comprendido todo. En este campo no hemos acertado a comprender sino en la medida en que uno mismo es captado interiormente, pre -ocupado. No existe otra manera de entrar en el “misterio del Cristo” que dejarse tomar en él. Ser iniciado, no es haber aprendido “verdades a creer” sino haber “recibido” una tradición – Es precisamente por ello que, en un segundo nivel, la iniciación cristiana requiere ser vivida en una ósmosis constante entre tres “cuerpos” • El gran cuerpo-Iglesia, en primer lugar, de ayer y de hoy, que “transmite” la tradición que ella “ha recibido del Señor” (1 Cor. 15, 3-11). Esto supone que los iniciadores (catequistas u otros) relaten la historia fundadora de nuestros orígenes cristianos (el Antiguo Testamento, “llevado a su cumplimiento” en el Nuevo), así como la historia de los grandes testigos de la fe, que, en los siglos pasados, han contribuido a fabricar diversos rostros de la Iglesia de Jesús. En este campo la invocación a la memoria de ese pasado es totalmente esencial, y aún – ¡ si ! – a la memorización de un mínimo de vocabulario o de fórmulas de oración de las pasadas generaciones. La libertad creadora podrá tanto mejor ejercitarse en la medida en que se haya llevado a cabo la estructuración de la identidad cristiana habiendo recurrido a esa Tradición. • El cuerpo comunitario de los iniciados, seguidamente. Los miembros de ese grupo se inician y evangelizan unos con otros y aún también unos por otros. El grupo progresa pues solidariamente; y constituye, con los iniciadores adultos, el primer lugar de experiencia eclesial. Si bien por un lado es indispensable, en razón de la libertad evangélica y de la cultura actual (sospecha crítica, pluralismo), respetar y aún promover la libertad de cada uno en relación al conjunto del grupo (no se retornará por tanto a la práctica de la comunión sistemática por clasificación de edad), por el otro, el querer bajo ese pretexto, disociar a los niños o a los jóvenes del ritmo de progreso del grupo como tal sería probablemente ilusorio. Este último debe tener el sentimiento de progresar y de superar “etapas” como grupo. Todo proceso de iniciación requiere ser marcado por etapas que los jóvenes franquean juntos. Las evidentes ambigüedades de esta dinámica en el cristianismo invitan a la vigilancia, no al desprecio. • El cuerpo de cada uno, por último. Es en efecto mediante el ejercicio de un mínimo de memorización y por la repetición de un cierto número de gestos y posturas litúrgicas el modo como los puntos de referencia de identidad cristiana se inscriben simbólicamente en el cuerpo del niño o del joven y tienen de esta manera oportunidades de poder inscribirse en la vida misma. La dificultad particular de la iniciación cristiana, es que ella está desplegada entre varias paradojas: a) Si bien ella consiste muy esencialmente en la transmisión de una tradición; ésta última por su parte, no estaría cristianamente revisada sino en la medida en que medie una apropiación personal la cual requiere a su vez la libertad de adhesión o de rechazo, a diferencia de las iniciaciones tradicionales que no sabrían tolerar una tal posibilidad crítica. b) Si bien por un lado la iniciación identifica por medio de distintivos de pertenencia a la Iglesia (confesión de fe, referencia a las Escrituras, sacramentos, criterios evangélicos de comportamiento ético…) ella requiere por el otro simultáneamente, para ser cristiana, que uno aprenda a abrirse a lo universal de un Reino que desborda la Iglesia y de un Espíritu que “sopla” donde quiere. Por la iniciación, el cristiano se convierte no en miembro de un clan, sino hermano de todos en Cristo. c) Por último, si bien por un lado la iniciación cristiana es un proceso que, como toda iniciación, termina en un momento dado, ella requiere no obstante por el otro que se aprenda a no terminar nunca de volverse cristiano. La iniciación tradicional sitúa a cada uno en su lugar y para toda la vida, en cambio la iniciación cristiana inicia a “avanzar sin cesar” y a arriesgarse sobre los caminos de libertad abiertos por el Evangelio. Es decir que la iniciación no es verdaderamente cristiana sino en la medida en que ella se mantiene en una inconfortable tensión entre los dos polos de esta serie de paradojas: “el que atesta” y el “contestatario”. En el caso en que ella privilegie el cuerpo en primer lugar, ella se limitará, como sucede en las sociedades tradicionales, a la reproducción de un sistema de valores al alcance de la institución, inversamente, si ella privilegia unilateralmente el polo “contestatario”, en nombre del espíritu y de la sospecha crítica, ella se arriesgará a convertirse en imposible a causa de la falta de puntos de referencia y de soportes o apoyos institucionales suficientes. Esta tensión es constitutiva de la identidad cristiana. Ella es evidentemente incómoda. Pero esta incomodidad, en la medida en que es respetada y experimentada como tal, ¿no sería el signo de una buena salud cristiana? Louis Marie Chauvet Traducción de Cristina Kopytynski