Algunas disposiciones espirituales para un anuncio amable
Conmovido por la amable bondad de vuestra presencia y por la iniciativa excepcional de este coloquio que acabáis de ofrecerme, heme aquí enfrentado a una tarea difícil: intentar hacer un discurso acorde a estas circunstancias. Los organizadores me pidieron un mensaje, no una disertación. Yo quisiera simplemente compartir con ustedes algunas convicciones que me interesan mucho sobre el tema que nos reúne: la evangelización, un anuncio amable. No hablaré aquí de planes y estrategias, aunque es necesario hacerlo, sino de espíritu. De ahí el título de este discurso: algunas disposiciones espirituales para un anuncio hecho con amabilidad.
Para abrir la reflexión, quisiera partir de una frase de Paulo VI en la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi (1975). He aquí lo que dice justo al final: “No sería inútil que cada cristiano y cada evangelizador examinasen en profundidad, a través de la oración, este pensamiento: los hombres podrán salvarse (en latín: podrán ser salvados) por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio” (§80). Esta frase relativiza radicalmente la necesidad del anuncio evangélico para la salvación. Pero le sigue inmediatamente otra frase que subraya, a la inversa, el imperativo absoluto del anuncio. “Pero, ¿podremos nosotros salvarnos (…) si omitimos anunciarlo?”. La no necesidad del anuncio por un lado, imperativo absoluto por el otro.
Observemos que el pensamiento mencionado está formulado por Paulo VI no solamente para ser profundizado intelectualmente, sino también para ser rezado e interiorizado. Es decir que ese pensamiento está llamado a penetrar en el cuerpo para insuflarle una manera de ser, de actuar y de hablar.
Entonces, es efectivamente la espiritualidad la que está en juego aquí. Quisiera analizar algunos aspectos que desarrollaré en cinco puntos ligados estrecha y lógicamente.
1. Un feliz desapoderamiento
“Los hombres podrán salvarse si nosotros no les anunciamos el Evangelio”. Lo que debemos interiorizar es que, tratándose de la salvación, nosotros somos, retomando una expresión evangélica, “siervos inútiles”. Sólo Dios salva, Él salva sin nosotros, antes que nosotros, independientemente de nosotros. De alguna manera, estamos aquí para nada. Como dice Paulo VI en el mismo párrafo: “Esta salvación viene realizada por Dios en quien El lo desea, y por caminos extraordinarios que sólo Él conoce” (Evangelii Nuntiandi, §80) “¿Quién era yo, como podemos leer en los Hechos, para poner obstáculos a Dios?” (Hch 11, 17). Dios, por el poder de Cristo, puede salvar por vías diferentes a la pertenencia al cristianismo. Gracias a Dios, solamente habrá cristianos en el Reino de Dios. Es lo que afirma claramente la Constitución Pastoral Gaudium et Spes y el Catecismo de la Iglesia Católica: “Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual[3]”. Estas perspectivas, en lo referente a la salvación, nos conducen a un feliz desapoderamiento. La Iglesia, a menudo se ha comportado como si fuera la administradora de la salvación en el mundo. La encontramos ahora ubicada en un lugar de mayor humildad y realismo. No es su función ni está en su poder el medir la extensión de la salvación. De este modo, concretamente, estamos liberados de la fantasía de un poder que nos haría sentir superiores, o que depositaría sobre nuestros hombros la pesada carga de ser responsables de la salvación del mundo. Dejar de ser los dueños de la salvación nos libera del activismo, de la obligación de obtener resultados o, más aún, de la angustia de no hacer jamás lo suficiente. Nos hace siempre libres para ejercer la creatividad.
2. Abandonar toda desesperanza
Este misterio de la salvación por gracia de Dios tiene por efecto instalarnos y reinstalarnos sin cesar en una inquebrantable esperanza de cara a la muerte y al mal, especialmente frente a lo irreparable de las muertes prematuras, accidentales o violentas.
Quizás hayan visto hace poco las imágenes de un video que muestran a un hombre que enciende una mecha para quemar a otro hombre, su semejante, empapado en combustible, encerrado en una jaula. La escena es espeluznante; nos congela de horror. Y sin embargo, la contemplación de Cristo en la cruz, nos vuelve a colocar en la esperanza de la salvación para la victima al igual que para su verdugo. “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. “Líbranos del mal”, dice el Padrenuestro. El mal absoluto sería la desesperanza frente a la muerte y a lo irreparable. Líbranos de la desesperanza.
El misterio de la cruz de Cristo nos lleva hasta allí: reavivar la esperanza, para todos, para los buenos así como para los malos. Hacer entrar a los buenos y a los malos en el salón de bodas de la parábola, tal es el designio de Dios. No hay diferencias, no hay un filtro a la entrada, no se exige previamente llevar vestiduras blancas; solamente se requiere tener la necesidad de dejarse revestir por el blanco manto nupcial. Este blanco manto nupcial, es el manto de la misericordia el cual consiste en dejarse revestir de la mirada de Dios sobre nosotros. Ello entraña una purificación de nuestra propia mirada, un ajuste a la bondad sin medida. Ciertamente estamos en el ámbito de la desmesura, del exceso, de lo irrazonable más que de lo razonable. Pero esta desmesura es la sustancia misma del mensaje evangélico. “Sabiendo que la hora de volver al Padre había llegado, los amó hasta el extremo”. “Dios es bueno para los ingratos y los malos”. “Ahí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”. “¿Quién nos podrá separar del amor de Dios?” Absolutamente nada, ni siquiera el pecado. Liberación de la desesperanza, pues.
Nosotros somos testigos de esta esperanza en un mundo que, siendo consciente de que la muerte es su inexorable destino, sin embargo se muestra altruista y busca llevar la felicidad para todos. “Hay que amar más y esperar menos” dice André Comte Sponville en su libro “El espíritu del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios[4]”. El cristianismo lo invita asimismo a amar más pero también a esperar más.
Pero avancemos en nuestra meditación.
3. La Iglesia, un cuerpo de caridad, “ordenado” al amor del mundo
El misterio de la cruz es la manifestación del amor divino hasta el extremo, sin medida. Demanda una respuesta: amar tanto como podamos con ese amor con el que somos amados. Por lo menos, desear hacerlo.
Nutrida así de la contemplación del amor divino, la misión de la evangelizar toma cuerpo, forzosa y prioritariamente, en el amor, la caridad, el ágape. A menudo pensamos que evangelizar es presentar un mensaje al intelecto del otro para provocar su adhesión a dicho mensaje. Esto es olvidar que la evangelización toca en primer lugar el cuerpo. La evangelización comienza por los sentidos. El amor se experimenta, se siente. Toca y se puede tocar. El amor sana, eleva, levanta, endereza, restaura, hace crecer. En este sentido, como dice el papa Francisco, la evangelización es “un constante cuerpo a cuerpo”. ¡Si no tengo caridad, no soy más que un címbalo que retiñe! Efectivamente, qué sería el mensaje evangélico si no estuviera precedido, llevado, animado, por el amor.
Es decir que la vocación primera del Pueblo cristiano, antes que todo anuncio, es ser un cuerpo de caridad –el cuerpo de Cristo- en la carne del mundo. Por supuesto que la Iglesia no es la única depositaria del amor pero, en todo caso, está llamada a ser ese cuerpo de caridad en el nombre de Cristo, particularmente en relación con los más pobres y los que sufren. La Iglesia, en este sentido, está prioritaria y primariamente “ordenada”, en el sentido sacramental del término, a la diaconía, al servicio del mundo, al amor del mundo. La caridad de Cristo nos apremia (2Cor 5,14). ¡Caritas Christi urget nos! Naturalmente, los cristianos no tienen el monopolio de la caridad, pero el Evangelio les impone “un deber más apremiante[5]”. Siendo nosotros deudores de un amor tan grande, con mayor motivo estamos invitados a vivir la caridad.
4. El anuncio evangélico, un deber de caridad
La Iglesia, como cuerpo de caridad, es también un cuerpo que habla, que anuncia. El anuncio del Evangelio es él mismo un acto de caridad. Más arriba, nos preguntábamos por qué anunciar el Evangelio si los hombres pueden salvarse sin necesidad de este anuncio. ¿Por qué? Por caridad, por deber de caridad. Es la caridad, en efecto, la que nos urge a anunciar el Evangelio, no para que el mundo se salve, sino porque el mundo ya está salvado y porque es bueno agradecerlo sintiendo así la alegría de estar salvado. Lo sepa o no, el mundo está en vías de ser salvado y de ser conducido a la vida en abundancia por la fuerza creadora de Dios que instaura y restaura. La salvación está en germen en la creación. Y esta es una primera gracia. Saberlo, agradecerlo, es una gracia suplementaria, no necesaria para la salvación, pero infinitamente preciosa y salvífica por todo lo que nos permite vivir y celebrar juntos en el gozo. El Evangelio, en efecto, está a favor de la alegría –Evangelii Gaudium- y de esa nueva comunión que se abre al reconocer la salvación tal como lo expresa San Juan en su primera carta: “Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos, (…) se lo anunciamos también a ustedes, para que vivan en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Les escribimos esto para que nuestra (vuestra) alegría sea completa” (1Jn, 1-4).
Resumiendo, la caridad nos apremia a anunciar la Buena Nueva por el gozo que ella brinda y por el regalo que nos hace de experimentar una nueva comunión.
5. Un estilo amable
Finalmente, si el anuncio es un acto de caridad, si revela el misterio de la caridad, entonces es necesario que sea formulado, hasta en su elocución, de manera caritativa, amable. En su primera carta el apóstol Pedro definió el estilo que debía poseer el anuncio asignándole al menos dos rasgos: el rigor y la dulzura. “Estén siempre dispuestos a defenderse delante de cualquiera que les pida razón de la esperanza que ustedes tienen. Pero háganlo con delicadeza y respeto” (1Pe 3, 15-16). El rigor, ante todo. La exigencia espiritual, en este sentido, es consentir un trabajo de la razón que se esfuerce en hacer la fe audible, inteligible, plausible para el hombre contemporáneo en su lenguaje. Todo hombre tiene derecho a oír la Buena Nueva. Y este derecho debe ser honrado de modo riguroso, pero siempre con dulzura y respeto puesto que, interpelando a la razón, la fe solamente puede ser ofrecida como propuesta. La fe no coacciona ni estará jamás al cabo de un razonamiento que imponga una obligación; ella “da a pensar”. La fe se halla en el orden de los dones, como un manto allí dejado que podemos ponernos o abandonarlo, como un tesoro que podemos aprovechar o no. El anuncio de la fe se desarrolla entonces en el doble espacio libre de lo admisible para la inteligencia y de lo deseable para la voluntad. La fe alía gravedad y ligereza: gravedad por las preguntas que se plantea y ligereza por la libertad que ella da.
Aquí termino. Muchas gracias por la amable atención.
[1] Mensaje de André Fossion tras el coloquio realizado en Namur, el 14 de marzo de 2016 sobre el tema.
[2] Un cristianismo infinitamente precioso. Compilaciones de teología práctica ofrecidas al padre A.F.
[3] Gaudium et Spes, §22; ver también Lumen Gentium §16; Ad Gentes §7 7; Catecismo de la Iglesia Católica §1260.
[4] Albin Michel, Paris, 2006, p. 75.
[5] Cf. Gaudium et Spes, §43.
en ocasión de la entrega de un libro de homenaje bajo la dirección de Henri Derroite, Jean-Paul Laurent y Gilles Routhier (Dir.), Un christianisme infiniment précieux. Mélanges de théologie pratique offerts au Père André Fossion[2], Collection “Théologies pratiques”, Lumen Vitae, Novalis, Namur, Montréal, 2015, 402 p.
PARTICIPARON DE ESTE COLOQUIO MONS. JOZEF DE KESEL, ARZOBISPO DE MALINAS-BRUSELAS, ENZO BIEMMI, STIJN VAN DEN BOSSCHE, ALBERTINE ILUNGA, HENRI DERROITE Y ANDRÉ FOSSION.